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María, una historia de violencia de género. (Cap. 7)

Psicólogos en Avilés. Psicólogos Avilés. Psicóloga en Avilés

Escribo desde el triunfo, escribo desde la derrota. Como psicóloga, como mujer. Escribo desde el triunfo porque muchas veces estuve  derrotada, escribo desde la derrota, porque sé que desde ésta, también se alcanza el triunfo. Escribo porque quiero, porque puedo y porque me da la gana. También escribo para ayudarte a ti, que estás pasando por lo que yo, y otras tantas, hemos pasado. Escribo como terapeuta de psicología. No escribo para ti, maltratador, porque sé que tu ignorancia es casi aún más grande que tu maldad, y sé que reconocer el problema es parte de la solución, y tú no tienes solución, chico, no la tienes. 

Sé como psicóloga que debemos seguir recordando, contando, aunque duela, porque sé que es el camino.

Psicóloga en Avilés especializada en problemas de violencia de género

La situación empeoraba cada día, Mario mostraba ya su maldad a cada momento. Recuerdo que me inventé un concepto “los cascos virtuales”. Un instrumento que yo pensaba que me valdría para que sus palabras no me afectasen, unos cascos invisibles que me ponía para no escucharle. Había días en los que Mario se dedicaba a machacarme durante horas, las frases eran siempre las mismas, pero de tanto repetirlas, me empezaban a sacar de quicio. Me volvían tan loca que al final la loca era yo. Y sí, yo gritaba, gritaba para que se callase, y con eso, le daba la razón. “¿Ves cómo te pones? Estás loca, vete a hacértelo mirar” Y así, me dejaba humillada, hundida y desesperada, frustrada por no poder controlar una situación que realmente no tenía porqué saber controlar.

Muchas veces, me decía a mí misma que era enfermera, que como sanitaria, se me presuponían una serie de virtudes, como la paciencia, la empatía, y la capacidad de negociar y comunicar. Me obligaba a mí misma a ser así, creía que si ponía toda mi profesionalidad y esfuerzo, Mario cambiaría. Ahora me río de esa frase. Mario no cambia, porque Mario es malo. Mario no cambia, porque Mario solo es una marioneta de una malvada mayor, su madre.

Hubo un día, una frase, un momento, que he venido recordando todos estos años. Sigo sin entender porqué no corrí (porque no sabía), porqué no huí sin mirar atrás (porque no entendía).  Yo llevaba ya muchos meses de embarazo, a punto casi de dar a luz, estábamos hablando, del futuro, de Carmen, y me dijo: “Si Carmen sale mongolina, la damos, ¿vale? No quiero un monstruo. Podremos tener otro” Y… no supe qué hacer, qué decir, simplemente me quedé callada, empecé a sentir mi cara muy caliente, mis músculos muy tensos y toda la habitación giró ante mis ojos. Ese personaje no quería a mi hija, ese ser malvado solo quería presumir, aparentar, todo lo que un narcisista desea. Yo, que ya amaba a mi Carmen incluso antes de que existiese, mucho antes de verle la cara. Su cara, su pelo, el que imaginé durante 9 meses. Carmen, el nombre que acariciaba mi boca cada vez que lo pronunciaba. Carmen, segura y calentita dentro de mí. Carmen, tu padre dijo eso de ti, y lo dijo sin más, como quien habla del tiempo. Carmen, eres perfecta y maravillosa, y no habría opción de que no lo fueses, fueses como fueses. Amor, lo llaman.

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Y llegó el día, en el que pensé que me había hecho pis color rosa, y en medio de una bruma de hormonas protectoras, hice una llamada para que me llevaran al hospital. Mario estaba trabajando, así que mis padres me llevaron, ¡Qué suerte la mía! Me recuerdo llena de paz, cogiendo la bolsa ya preparada, decidiendo que ir en chandal era buena idea, que no necesitaba maquillaje ni cepillado de pelo, ni colonia. Sabiendo que yo era perfecta así, sin más. Fue la ultima vez que me sentí así. Permitidme, por tanto, que os cuente un poco más sobre ello.

Llegamos al hospital en un trayecto lleno de esperanzas, de sueños, de amor, de ilusiones. Me ingresaron en una habitación fantástica para mí sola. Todo el personal era atento, cariñoso. También fueron mis abuelos, para mostrarme su apoyo y darme su compañía. Me sentía un pollito protegido y admirado. Valioso, una diamante rebosante de luz. Y llegó Mario también, a robar esa luz, a traer oscuridad. En este caso, mis hormonas eran mucho más potentes, que su maldad. Más bien, el amor es mucho más potente que la maldad, así que su presencia a penas restó algo de mi felicidad. Me recuerdo pensando en un sauce llorón, mi árbol favorito, para mitigar el dolor físico propio del momento. Me imagino concentrándome en sus ramas, en su olor, en su sombra, y adaptándome así como todas las madres de este mundo lo hemos hecho durante la eternidad.

Me acuerdo de las risas, con mi madre, con las matronas, con mi familia. Me acuerdo de cuando vinieron a mi habitación a buscarme para llevarme a la sala de partos. “Ya ha llegado el momento, María” ¿Ya? pero si me estaba divirtiendo mucho, esperad un poco, dejadme en esta maravillosa nube. “Cuando nace un bebé, nace una madre” estaba escrito en un cartel en la pared. Y Carmen, me vio por primera vez, sin complicaciones, estupenda y maravillosa, y me la pusieron encima, porque así yo lo había pedido. Ni un segundo estuvo separada de mí. “¿Cómo es? ¿Cómo es?” Y me la levantaron un momento, para que pudiera verle la cara. Preciosa, pequeñita, calentita y con un gorrito blanco que estuvieron prestos en ponerle. Una pulsera para ella, otra igual para mí, nuestras huellas dactilares juntas en un papel, y así es como quedó sellada nuestra unión. El parto, la única cita a ciegas en la que seguro vas a conocer al amor de tu vida.

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¿Mario? Mario andaba por allí, ¡yo que sé! durante todo el proceso me olvidé totalmente de él. Solo sé que hubo un momento, en el que le miré y estaba lejos, apartado de la camilla, mirándonos a las dos, a Carmen y a mí, con asco, con envidia, con odio. No lo entendí, pero me dio igual, en esos momentos él me daba igual, y eso, Mario no podía soportarlo

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